Marcelo Colussi |
No puede haber una sociedad floreciente y feliz cuando la mayor parte de sus miembros son pobres y desdichados.
Adam Smith
I
Quien escribe estas líneas no es economista ni especialista en
cuestiones ecológicas. Es un ciudadano más del planeta, ni rico ni
famoso, uno más del colectivo. Pero como tal me considero con derecho
–¿con obligación también?, moralmente, creo que sí– a opinar y a tomar
partido por cuestiones que tocan a todos. La economía dominante de
nuestras sociedades, el capitalismo, está enferma. O más aún: no ha
enfermado recientemente sino que nació enferma. De hecho: tiene un mal
incurable. Es genético, no tiene escapatoria.
Eso se evidencia en la injusticia reinante (aspectos estructurales), en
los descalabros coyunturales como las crisis financieras que se viven
cíclicamente (que pagamos, básicamente, los pobres), y en términos de
perspectiva histórica como especie: la destrucción de la civilización es
una cruel posibilidad, tanto por la catástrofe medioambiental en curso
como por la guerra nuclear total. Según se nos dice con conocimiento
profundo (la ecología es una ciencia ya ampliamente desarrollada), los
actuales modelos económicos de producción y consumo están produciendo
desastres en el medio natural con consecuencias catastróficas y
probablemente irreversibles. Actuar contra el capitalismo es actuar
contra la injusticia, y más aún: es actuar a favor de la sobrevivencia
de la vida en nuestro planeta.
El capitalismo, guerrerista como es en su esencia, no puede prescindir
de las guerras. Eso lo alimenta, es una escapatoria para sus crisis, es
negocio. De hecho, en Estados Unidos, la principal economía capitalista,
un 25% de su producto bruto interno viene dado por la industria
militar, y uno de cada cuatro de sus trabajadores se ocupa en esa
producción. Eso es una locura, sin salida, que nos tiene reservada la
muerte como punto de llegada…¡pero eso es el capitalismo más
desarrollado!
Valga este ejemplo: de activarse todo el arsenal atómico disponible en
este momento (que comparten unas pocas potencias capitalistas con
Estados Unidos a la cabeza junto a Rusia y China) no quedaría ninguna
forma de vida en el planeta. Más aún: colapsaría la Tierra,
probablemente fragmentándose, con efectos igualmente tremendos para
Marte y Júpiter, en tanto las consecuencias de la onda expansiva
llegarían a la órbita de Plutón…, pero todo ese espectacular desarrollo
científico-técnico no logra terminar con el hambre en el mundo (un
muerto por inanición cada 7 segundos). ¡Eso es el capitalismo!
Junto a esa catástrofe, tenemos el deterioro del medio ambiente. “Cambio
climático” es un tendencioso eufemismo que encubre la verdad: el modelo
depredador de desarrollo impulsado por el capitalismo ha provocado
desastres monumentales en nuestro planeta. Si el clima cambia, no es por
procesos naturales sino por la alocada intervención humana en búsqueda
de lucro, de ganancia económica.
Según la hipótesis conocida como Gaia, formulada por el científico
Lovelock, el conjunto de la biosfera –la atmósfera, los océanos y la
superficie externa de los suelos– se comporta como un todo coherente
donde la vida –su componente característico– se encarga de autorregular
sus condiciones esenciales tales como la temperatura, la composición
gaseosa de la atmósfera, la composición química y salinidad en el caso
de los océanos, etc. Gaia, con su infinita paciencia de millones de
años, y desde el punto de equilibrio en que se estabilice ante cambios
catastróficos que pudieran sobrevenir, comenzaría siempre un nuevo
proceso evolutivo de la biosfera residual (sea a partir de reptiles, de
hormigas o escarabajos, o simplemente de bacterias extremófilas). De
esta forma, Gaia juega así como un sistema auto-regulador
retroalimentado que tiende al mantener el equilibrio de la biosfera y
conservar un entorno físico y químico óptimo para la vida en el planeta.
Pero una interpretación interesadamente errónea de esta teoría
desprecia las cautelas del Principio de Precaución alegando que no hay
que preocuparse por las agresiones ambientales humanas, pues el planeta
se encarga de autorregularse. Lamentablemente ello no es así; hay más
que sobrados motivos para preocuparnos: la intervención del ser humano
está creando condiciones que pueden hacer imposible la continuación de
la regulación.
La composición gaseosa de la atmósfera no es una constante universal,
aunque haya permanecido invariable desde la aparición de la especie
humana, desde hace dos millones y medio de años, con el Homo Habilis
en el África, hasta ahora. A cada composición distinta de la atmósfera
han ido correspondiendo otro espectro bacteriano y otros seres vivos
primitivos (animales y plantas). La proporción de la atmósfera ha ido
variando sucesivamente hasta llegar a la composición actual. En estos
momentos la proporción de los gases de la atmósfera (21 % de oxígeno, 78
% de nitrógeno, 0.032 % de dióxido de carbono –CO2–) es
vital para nuestra supervivencia (solo pudieron aparecer el ser humano y
los mamíferos superiores cuando se alcanzó ese nivel), siendo muy
estrecho el margen de variación que podemos tolerar. Esta atmósfera es
la que ahora se está modificando por las actuaciones del propio ser
humano (por su voracidad de ganancia económica). Los registros del
contenido de CO2 (que se remontan hasta hace 800.000 años)
indican que actualmente la proporción es la mayor que existió durante
todo el tiempo registrado, y sigue aumentando continuamente por encima
de lo previsto por los científicos. Paralelamente, también se está
acelerando el deshielo en los polos y glaciares más rápidamente de lo
previsto.
Se tiende a evaluar el transcurso del tiempo por la duración de la vida
humana o de una generación. Esta consideración cortoplacista nos hace
insensibles ante cambios sustanciales en la evolución de la biosfera que
está produciendo la actividad humana, (a pesar de que su aceleración es
miles de veces superior a la evolución previsible naturalmente) y sin
que, como interesadamente podría decirse, "haya ocurrido ninguna
catástrofe contrariando lo que algunos pronosticaban". Pero eso da una
falsa sensación de seguridad, con lo que se puede despreciar –no sin
cierta cuota de irresponsabilidad, o arrogancia incluso–, el Principio
de Precaución. La aparición de signos ostensibles de alteración
significativa de la biosfera es lenta, por la gran inercia debida a sus
mecanismos de estabilidad y autorregulación. Sería ingenuo pensar que se
puede producir una catástrofe inmediata, pero sería una gran ceguera no
querer percibir que se están produciendo alteraciones muy sustanciales y
significativas. Cuando la estabilidad de la autorregulación se rompe y
empieza a moverse hacia un cambio orientado (orientado en este caso
hacia la regresión), la regresión es ya imparable. Una vez desencadenado
el proceso, ya no hay marcha atrás y se retroalimenta. Si el proceso en
marcha llega a superar la capacidad de reacomodamiento de la biosfera
(que no sabemos hasta dónde llega), sería humanamente indetenible un
encadenamiento de causas y efectos que se aceleraría progresivamente
hasta hacer totalmente irrespirable el aire y el agua para los
vertebrados superiores y que podría arrasar con todo tipo de vida.
II
Entre otras de las manifestaciones que evidencian ese proceso, puede
mencionarse el llamado cambio climático. El mismo muestra la quiebra del
equilibrio autorregulado de la biosfera, cuya evolución ha sido tan
rápida que sus consecuencias ya son visibles, pero serán más amplias de
lo que suele señalarse y más aceleradas de lo que se preveía.
Actualmente la alarma por la degradación de la biosfera se centra
principal y casi exclusivamente en el cambio climático (si bien existe
una información engañosa afirmando que se están tomando medidas que lo
pueden controlar) pero, con ser muy grave, no es el principal peligro
que amenaza a la biosfera, que es el causado por la contaminación
genética. Ese “engaño” con que se mantiene a la población mundial
muestra una pretendida preocupación por el medio ambiente, llegándose a
hablar de “responsabilidad social empresarial”. Pero mientras en la
última Cumbre de la Tierra en París, a fines del año 2015, se hacían
pomposas (y mentirosas) declaraciones en pro del medio ambiente, al
mismo tiempo, a escasos metros de la reunión se llamaba a consumir
ferozmente en vísperas de las fiestas navideñas.
La base de la autorregulación de la biosfera son las bacterias cuya masa
es enorme, mucho mayor que la masa y volumen de todas las plantas y
animales del planeta. El conjunto de seres vivos microscópicos
(bacterias, amebas, protozoos, algas unicelulares) regula las
condiciones de la biosfera, y la composición gaseosa de la atmósfera.
Las bacterias continuamente están intercambiando genes y captando
plásmidos y segmentos de ácido desoxirribonucleico –ADN– por
transferencia horizontal de genes –THG–, por lo que rápidamente son
afectadas por la contaminación genética, trasmitiendo a otras bacterias
(de la misma o distinta especie) los genes o fragmentos de ADN
adquiridos, y difundiéndolos por todo el planeta. Se ha comprobado que
las bacterias captan con especial avidez aquellos genes o secuencias
genéticas que las confieren mayor agresividad, virulencia, o defensa
ante las perturbaciones, por lo que las secuencias captadas suelen
hacerlas más letales, facilitar su resistencia a ser agredidas por los
antibióticos y facilitar su salto a otros hospedadores distintos de
aquellos sobre los que actuaban específicamente. Por lo tanto tienden a
capturar los módulos o secuencias de ADN que facilitan atravesar la
barrera entre especies difundidos por la liberación ambiental de
cultivos transgénicos, lo que amplía la gama de posibles hospedadores de
las bacterias. Las bacterias son la base de la vida; si desaparecieran,
la biosfera colapsaría y desaparecería inmediatamente toda la vida
vegetal y animal del planeta. Puesto que ellas intervienen en todos los
procesos fisiológicos y bioquímicos vitales, todo lo que altere el
comportamiento bacteriano repercute a través de ellas en los seres
vivos.
La fácil captura por las bacterias de módulos genéticos añadidos a los
cultivos transgénicos induce alteraciones en el universo bacteriano, que
se trasmiten a los organismos simples de amebas, protozoos, algas
unicelulares oceánicas, etc., cuyo conjunto es responsable de la
autorregulación que mantenía la composición gaseosa de la atmósfera
constante y respirable para los seres humanos. La contribución de las
plantas superiores (selvas latinoamericanas -Amazonas, Petén-, del
sureste asiático, etc.) es solo una parte de la regulación, que no sería
suficiente por sí sola para sostener la autorregulación gaseosa de la
atmósfera (también la productividad de la masa vegetal de los bosques
depende, además de la fotosíntesis, de procesos bacterianos edafógenos).
La alteración repentina y artificial del espectro bacteriano (“contra
natura”, al violar la barrera entre especies) conduce inexorablemente a
otra situación de equilibrio y a otra composición gaseosa de la
atmósfera.
En conclusión, la composición gaseosa de la atmósfera está amenazada: 1)
ante todo, por la alteración de los sistemas bacterianos debida a los
promotores y vectores artificiales fabricados por síntesis del ADN
recombinante. Esto afecta directamente a la actividad fotosintética que
realizan las bacterias, y también afecta indirectamente a la
fotosíntesis, por la intervención bacteriana en el desarrollo de los
vegetales y en la formación de los nutrientes del suelo necesarios para
su desarrollo; 2) por alteración en la composición, distribución y
eficiencia de los sistemas bacterianos debida al cambio climático; 3)
por la presencia de nuevos compuestos químicos, caracterizados en
general por tener intensa actividad catalítica, mutágena o disruptora de
procesos bioquímicos a los que las diversas especies de bacterias (como
también los organismos superiores) tienen muy distinta sensibilidad,
por lo que se altera la composición cualitativa y cuantitativa de los
sistemas bacterianos, y con ello la naturaleza y proporción de los gases
emitidos que pasan a ser componentes de la atmósfera.
En otros términos: la situación de la biosfera es mucho más grave que
las estimaciones más catastrofistas habituales; y ni que hablar de la
versión “light” que cierta prensa del sistema presenta,
queriendo reducir su mitigación a nuevas fórmulas técnico-científicas de
acción rápida.
Sería ineficaz (y tardío para la biosfera) intentar cambiar algunas
piezas sin desmontar toda la maquinaria de raíz; es decir: hay que
detener los actuales modelos de relacionamiento con la naturaleza,
proponer vías nuevas, alternativas viables válidas realmente para la
totalidad de la población mundial. Por supuesto que es imperiosamente
cierto y necesario aquello de “otro mundo es posible”. Pero no basta con
decirlo; es hora de hacer el bosquejo de ese mundo alternativo, de
realizar el diseño de las líneas generales de la alterglobalización. Es
decir: un sistema alternativo que sea técnicamente posible con la
prudente y justa utilización los recursos existentes. No podemos seguir
los modelos de consumo “alocado” que ha generado el capitalismo porque
ello no tiene salida.
III
Esto nos lleva a un profundo problema: ¿para dónde ir entonces?, ¿cómo
darle forma a la utopía de un nuevo mundo? Proponer nuevos paradigmas de
producción y consumo hoy, en un mundo hiper tecnológico donde el
confort material se presenta como el paraíso a la mano producto de
nuestro imparable desarrollo científico, no significa “volver a las
cavernas”, no implica renunciar a las conquistas tecnológicas positivas
ni a los ingentes recursos culturales disponibles. Todo lo cual abre
interrogantes fundamentales.
El ideario del socialismo científico clásico no reparó en estos temas
ecológicos porque en el momento de su fundación, en el siglo XIX, aún se
vivía la euforia de la naciente revolución científica positivista, y la
confianza en las nuevas ciencias parecía infinita. Y además, porque la
flamante industria (“el progreso” por antonomasia en aquel momento) aún
no había confrontado a la humanidad con los desastres medioambientales
que hoy, ya entrado el siglo XXI, tenemos presente.
Ahora bien: el desastre no está en la industria misma, ni en las
tecnologías aplicadas ni en los conceptos científicos que la sustentan.
El desastre está en el modelo económico en que se insertan. Dicho en
términos de pensamiento marxista: no está en la forma de las fuerzas
productivas del trabajo social sino en el modo de producción. Un sistema
que se basa enteramente en el mercado, en el lucro individual, por
fuerza tenía que desembocar en el disparate actual, con un desastre
ecológico de proporciones globales: la producción no está al servicio de
llenar necesidades básicas sino, ante todo, en función de la ganancia
privada. Se produce cualquier cosa solo en función de venderla, aunque
ese producto sea innecesario, contraproducente, peligroso o dañino. Para
eso están las técnicas publicitarias (¿neuromarketing?): “la creación de necesidades y deseos, la creación de la insatisfacción por lo viejo y fuera de moda”,
manifestó el gerente de la agencia publicitaria estadounidense BBDO,
una de las más grandes del mundo, refiriéndose al núcleo de su trabajo.
En esa lógica, el ser humano y la naturaleza son solo instrumentos para
lograr la meta. La promoción casi infinita de necesidades superfluas
marca el ritmo de toda la dinámica humana actual; y eso, en vez de
ayudar a la búsqueda del equilibrio, promueve mayores asimetrías
sociales y mayor descalabro con el medio ambiente. La actual catástrofe
ecológica lo pone en evidencia en forma alarmante.
Por otro lado, ese mismo modelo en que el poder es ejercido por un grupo
dominante sobre una gran mayoría, da como resultado una ideología
violenta centrada en la superioridad de uno sobre otros y que se
mantiene en el ejercicio de la fuerza bruta como garantía final que
resguarda el estado de cosas. Es decir: el que tiene el garrote más
grande sigue siendo el que manda. De ahí que la proliferación de armas
de destrucción masiva –para el caso: energía atómica (12.000 misiles
nucleares con ojiva nuclear diseminados por todo el mundo, 6.000
pertenecientes a Estados Unidos)– contribuye también al ataque
medioambiental en curso.
Como primera cuestión, entonces, para evitar que se pueda concretar esa
catástrofe en ciernes, hay que cambiar las relaciones de poder, las
relaciones entre explotadores y explotados, entre mega consumidores y
famélicos (un tercio de la humanidad pasa hambre). Si hasta el mismo
fundador del liberalismo económico clásico, el inglés Adam Smith pudo
decirlo 200 años atrás (obviamente sin pensar en lo mismo que piensa el
socialismo): "no puede haber una sociedad floreciente y feliz cuando la mayor parte de sus miembros son pobres y desdichados",
es imperiosamente necesario terminar con esas diferencias para buscar
un mundo más vivible. Pero al mismo tiempo, hay que apuntar a una serie
de medidas que permitan la sostenibilidad de la vida humana, que nos
alejen de la posibilidad de nuestra autodestrucción. La actual
distribución de la riqueza es infinitamente injusta: se produce un
tercio más de la comida necesaria para alimentar a toda la humanidad,
mientras la primera causa de muerte es el hambre. ¡Eso y no otra cosa es
el capitalismo!, aunque la maquinaria publicitaria nos muestre
escaparates llenos y la “libertad de elección”.
Además de terminar con esas inequidades, con esa “enfermedad” de las
relaciones económicas (enfermedades de las relaciones de poder entre los
seres humanos mejor dicho), hay que terminar con el modelo de
producción y consumo en el que el capitalismo nos ha metido, paradigma
sumamente dañino, disfuncional, agresivo. Entre otras cosas, es
necesario reequilibrar la proporción de habitantes que vive en el medio
rural y en el medio urbano. La ciudad –más aún las macrourbes que no
dejan de crecer, con todos los problemas sociales asociados que
conllevan– es radicalmente insostenible. Difícilmente se puede conseguir
un planeta sostenible cuando la población urbana ha superado ya a la
que vive en el medio rural (51 % contra 49 %). Pero para fijar la
población en el medio rural es necesaria una agricultura en manos de
pequeños agricultores y de verdaderas cooperativas campesinas, junto a
la pequeña industria de transformación de los productos agropecuarios.
Una agricultura ecológica, que demanda mano de obra abundante, conserva
la biocenosis edafógena de los suelos, evita la contaminación ambiental
permitiendo una alimentación sana y nutritiva. Es decir: el socialismo
deberá entenderse como la búsqueda de un equilibrio social sin
explotadores ni explotados (ni clases sociales, ni géneros dominantes,
ni supremacías étnico-culturales) además de un real respecto por nuestra
casa común: la naturaleza.
IV
Si el planeta común es de todos, a todos afecta su destrucción. No debe
haber transculturización súbita sino desarrollo endógeno, solidario,
sostenible. La globalización puede ser una buena noticia en la historia
humana, pero dependiendo de cómo y para qué se haga. Si globalización es
obligar a toda la humanidad a tomar Coca-Cola y a cambiar el modelo de
teléfono celular cada año, eso es un disparate absoluto, injusto e
irracional en términos de sobrevivencia. Luego de las primeras
experiencias socialistas del pasado siglo, tomando sus gestas heroicas y
todo lo bueno que de ellas continúa vigente como legado imperecedero,
hoy día de lo que se trata es de refundar una nueva conciencia
socialista pensando en una nueva globalización, que obviamente no es la
neoliberal en boga. Junto a la globalización de la multinacionales
voraces se debe levantar la globalización de la solidaridad; junto a la
globalización del hiper consumo irresponsable se debe proponer un
proyecto de vida responsable con nuestro medio natural. La idea de
“desarrollo sostenible” propuesta desde un marco capitalista –allá por
1987, en el documento “Nuestro futuro común” elaborado por la entonces
Primera Ministra de Noruega Gro Harlem Brundtland– sin dudas marca un
camino. Se definía allí como sostenible “aquel desarrollo que
satisface las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de
las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades”,
noción que recoge la preocupación creciente entre los sectores de poder
del mundo capitalista que ya veían el desastre ecológico a que estaba
llevando el modelo consumista en curso. Retomando esa propuesta, y
pensando en un enfoque socialista que supere la irracionalidad del
mercado y la producción basada en el lucro, es preciso encarar ese “otro
mundo posible” con la responsabilidad del caso.
Terminar con el consumismo no significa volver para atrás en la
historia, desechar el confort que nos posibilitan las tecnologías
modernas. Hoy día, mientras muere de hambre una persona cada siete
segundos a escala planetaria, un tercio de la población estadounidense y
un porcentaje creciente de la población europea es obesa, sabiéndose
que una dieta mejor y más austera sería mejor solución para resolver ese
problema (el de la obesidad) en vez de aumentar el gasto dedicado a
investigar sobre el gen de la gordura como actualmente se hace (y que,
seguramente, nunca se va a encontrar). Pero no obstante la locura en
juego, de la que los sectores de poder son conscientes, en vez de
cambiar hábitos de consumo se continúa con “más de lo mismo”. Ello
evidencia, en definitiva, que el sistema tiene una fuerza determinante
sobre las individualidades. Si la tónica es consumir, porque así lo
manda el mercado o la clase dominante –“la ideología dominante es la ideología de la clase dominante”–, mientras no haya cambio de sistema, difícilmente se pueda cambiar algo profundo en forma sostenible.
De todos modos, viendo el desastre en juego, en el seno mismo de la
economía capitalista se han prendido señales de alarma. Ante una
economía a todas luces enferma, se llegan a plantear opciones que, sin
tocar la estructura de base, intentan paliativos. Surgió así, como
decíamos, la idea de desarrollo sostenible, del que luego se sigue la
noción de “crecimiento cero”, para llegar en la actualidad a la idea de
“decrecimiento”. Según lo presenta con claridad Francisco Fernández
Buey, “lo que los teóricos del decrecimiento [Serge Latouche, Vincent Cheynet, François Schneider, Paul Ariés, Mauro Bonaiuti]
llaman economía sana o decrecimiento sostenible se basaría en el uso de
energías renovables (solar, eólica y, en menor grado, biomasa o vegetal
e hidráulica) y en una reducción drástica del actual consumo
energético, de manera que la energía fósil que actualmente se utiliza
quedaría reducida a usos de supervivencia o a usos médicos. Esto
implicaría, entre otras cosas, la práctica desaparición del transporte
aéreo [valga decir que el 94 % de los seres humanos no ha viajado nunca en avión] y
de los vehículos con motor de explosión, que serían sustituidos por la
marina a vela, la bicicleta, el tren y la tracción animal; el fin de las
grandes superficies comerciales, que serían sustituidas por comercios
de proximidad y por los mercados; el fin de los productos manufacturados
baratos de importación, que serían sustituidos por objetos producidos
localmente; el fin de los embalajes actuales, sustituidos por
contenedores reutilizables; el fin de la agricultura intensiva,
sustituida por la agricultura tradicional de los campesinos; y el paso a
una alimentación mayormente vegetariana, que sustituiría a la
alimentación cárnica. En términos generales todo esto representaría, en
suma, un cambio radical de modelo económico, o sea, el paso a una
economía que, en palabras de los teóricos del decrecimiento, seguiría
siendo de mercado, pero controlada tanto por la política como por el consumidor”. Vemos
así que, incluso sin salirse de un planteamiento económico capitalista,
la magnitud de la catástrofe ecológica que se vive lleva a plantear
soluciones en forma urgente. Es que los problemas acumulados por este
modelo económico son tantos que, sin cambiar el mundo, sin cambiar la
estructura social de base, sin modificar las relaciones de poder entre
clases, ya comienza a haber conciencia que el camino que transita hoy la
humanidad no conduce sino a problemas, quizá insolubles y
catastróficos. ¿Será que las elites ya tienen preparada su nueva morada
fuera de este invivible planeta? La ciencia ficción siempre queda
superada por la realidad cruda y dura.
Pero no solo se trata de buscar paliativos para no intoxicarnos. Debemos
apuntar a un cambio radical en la manera de llevar la vida, buscando
justicia y buscando seguir sobreviviendo como especie. La progresiva
falta de agua dulce, la degradación de los suelos, los químicos tóxicos
que inundan el globo terráqueo, la desertificación, el calentamiento
global, el adelgazamiento de la capa de ozono que ha aumentado un 1.000%
la incidencia del cáncer de piel en estos últimos años, el efecto
invernadero negativo, el derretimiento del permagel, la posibilidad de
un descalabro universal a partir de la contaminación genética producto
de los transgénicos o de una guerra nuclear total son todas
consecuencias de un modelo depredador que no tiene sustentabilidad en el
tiempo. ¿Cuánto más podrá resistirse esta devastación de los recursos
naturales? Las sociedades agrarias llamadas “primitivas” (llamadas así
por los ¿desarrollados? países industrializados), o inclusive las tribus
del neolítico que aún se mantienen en la actualidad, son mucho más
racionales en su equilibrio con el medio ambiente que el modelo
industrialista consumidor de recursos no renovables que abrió el
capitalismo. Si buscamos un nuevo mundo, una nueva ética, nuevos y
superadores valores, la cultura del consumo debe ser abordada con tanta
fuerza revolucionaria como las injusticias sociales.
Tener un planeta más sano significa tener una economía más sana. Y el
capitalismo ya ha dado repetidas muestras de estar “enfermo”
crónicamente, aunque se lo siga haciendo continuar con respiradores
artificiales. Por lo tanto, no quedan más alternativas que ayudarlo a
morir de una vez para hacer nacer algo nuevo y superador.
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